Nunca fue la inauguración del aeropuerto “Felipe Ángeles”, siempre fue el “día del presidente”, y así lo vio López Obrador desde que ordenó su logística: muy popular, muy al alcance de los humildes, muy cercano para aquellos que difícilmente podrían vivir la experiencia de estar en un sitio así, “pero háganlo muy evidente, para que también se enojen los neoliberales”, dijeron.
No hubo detalle alguno que AMLO pasara por alto o delegara, y no era para menos, se trataba de la fiesta de una de sus “obras capricho”, (junto al tren maya y la refinería de Dos Bocas). El presidente se aseguró de que, en todo momento, de principio a fin, nada estuviera fuera de su supervisión, “lo quiero digno de nuestra transformación”.
“Es uno de los días más importantes de mi mandato”, afirmó AMLO, “y debe ser de la manera que yo indique”. Fue así como en esa “lluvia de ideas”, surgió permitir que el comercio informal estuviera presente en la inauguración. “Que vendan imágenes del presidente o del AIFA en tazas, camisas, gorras, llaveros, lo que sea, vaya, lo que les dé la imaginación”, proyectaron.
Y así pensaron en que se vendieran (informalmente), “fritanguitas” o antojitos en el aeropuerto: “pero que una doña ofrezca garnachas, así, sin restricción alguna, no hay quien se resista a ello, sólo será por la inauguración”. Y AMLO lo aprobó sin chistar, lo que nunca esperó fue que la señora de las no-tlayudas (la que tuvo una venta espectacular), se “robara buena parte de la nota” de su aeropuerto.
Y a pesar de todo fue “el día del presidente”, el día en que sin importar lo que ocurriera en el futuro con el aeropuerto, había logrado lo que nadie más en la historia del país: construir (a capricho y en la plenitud del poder), una obra de ese tipo en tiempo récord, con el Ejército al mando, y avalada, cuando menos a través de palabras, por el empresario (e ingeniero) más poderoso de México.
Pero dentro de su cuidada logística de inauguración, el presidente no contó con el chiste de su esposa, la Dra. Beatriz Gutiérrez Müller, quien después de haber recordado uno de los más famosos resbalones de Enrique Peña, se limitó a decir que le “había salido del alma”. Todos rieron, menos su marido, quien movió la cabeza desaprobando el hecho, pues “medio mundo” lo vio.
Más tarde, cuando el asunto terminó, el presidente reiteró a su esposa lo molesto que estaba por el chiste sobre un personaje que nunca debió “aparecer”, (ni por asomo o burla), en la inauguración de una de las obras insignia de su sexenio. Fue, en realidad, el único detalle que AMLO no planeó, y mucho menos pudo controlar, hasta “al mejor cazador se le va la liebre”. ¿O no?
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