Lo escribí en este espacio hace ya varios meses, y lo hice porque los que decidían las candidaturas del PRI y PAN me lo dejaron claro: nadie con evidente pasado duartista podría competir por alguna alcaldía en todo Veracruz.
La palabra «Duarte» es quizá hoy tan rechazada como la de «Trump» para los ciudadanos. Hay tres temas que podrían unir a la mayoría de los mexicanos: el odio por el Presidente gringo, los juegos de la Selección Mexicana, y el repudio sobre Javier Duarte.
El mayor negativo en Veracruz para cualquiera que desee competir por una alcaldía es, indudablemente, haber estado relacionado con Duarte. No me alejo de que algunos, a pesar de ese pesado lastre, pudieran ganar, sin embargo, en una época donde los partidos políticos explotan cualquier debilidad del que está enfrente, ser duartista, o haber participado de manera activa durante su gobierno, es facilitar las cosas al rival electoral.
El repudio a Javier Duarte hace mucho tiempo dejó de ser una actividad exclusivamente veracruzana. El cordobés, sin mucho esfuerzo, cruzó las barreras de la fama mundial para convertirse en el «tírenle al negro» favorito de todos.
Duarte logró lo que pocos en Veracruz: generar un odio común sobre algo o alguien. El hombre rebasó por mucho los límites de la desfachatez y hoy, ser candidato y haber «comido en la misma mesa» del prófugo, es un binomio maldito que fácilmente podría significar derrota.
Me lo dijeron hace varios meses y lo compartí en esta columna: nadie en el PRI o el PAN, con evidentes huellas duartistas, podría ser candidato en la elección del 4 de junio del 2017. La única forma de brincarse este requisito sería contando con el compromiso de un político de peso, quien tendría que responsabilizarse de hacerlo ganar, poniendo como moneda de cambio su prestigio.
En Veracruz y en México, ser duartista o haber participado de manera recurrente en su gobierno, podría hundir hasta al más popular en las encuestas. Es, sin exagerar, similar a traer aquella letra escarlata que en el pasado ponían a las adúlteras y las marcaba de por vida, una gran «A» colgada en el pecho de la mujer. Lo mismo aquí, pero con una muy pesada «J».